El periodista peruano Jack Lo Lau recibirá el Premio Internacional Rey de España en la categoría de Periodismo Ambiental por su trabajo “Una cita con tu bolsa de basura a medianoche” publicado en la revista Etiqueta Verde.
Una cita con tu bolsa de basura a medianoche
UNA BOLSA DE BASURA
En la esquina del Jirón de la Unión con Ica una bolsa
de polietileno está atrapada entre las piernas de una mujer. Salió de
una tienda hace tres horas. Es negra para ocultar lo que hay dentro. Es
grande como para contener un televisor de veintiún pulgadas, pero no
resiste más de quince kilogramos. En el Perú, la ley dice que las bolsas
de residuos sólidos deben tener un color distinto según lo que lleven
dentro. Amarillo es para metales, blanco para plásticos, azul para
papel, verde para vidrio y rojo para restos hospitalarios. Sólo los
desechos de los hospitales, que no son colocados en la calle, respetan
el color que les corresponde. Nadie más lo cumple. La basura de las
casas suele ir en la primera bolsa que encontramos. Esta noche de
primavera en una de las calles peatonales más concurridas del centro de
Lima hay docenas de costales de polietileno de todos los colores. La
única clasificación visible es la de las marcas que las reparten.
Blancos de farmacias, amarillos y verdes de supermercados, rojos de
centros comerciales. Esta bolsa de polietileno (el plástico más común)
es una de los mil millones que se fabrican al año en el mundo. En este
momento una mujer la detiene entre sus piernas y hunde en ella sus
codos. Trinidad Huamán es una anciana de setenta y un años de pelo
plateado y dentadura incompleta que trabaja con tres chompas encima y
una chalina que le cubre el cuello. Ha pasado los últimos veinte años
buscando plásticos, papeles y vidrios. Actúa con la precisión de un
cirujano. Después de cinco minutos de hurgar terminará por descartar
cáscaras de mandarina, vasos de tecnopor y bordes de pizza. Los
desperdicios de una cena mal medida, quizás el almuerzo que alguien no
comió. Para ella no tienen valor. Cuatro cajas de cartón y unas treinta
hojas de papel bond es lo único que la mujer rescatará de esa bolsa en
el Jirón de la Unión. En unos minutos esta bolsa de plástico viajará en
un camión hasta una planta de transferencia en San Juan de Miraflores,
al sur de Lima. El plástico es un remedio para el moderno invento de la
basura. Almacena los bienes que la revolución industrial creó en el
siglo XIX y también se encarga de contenerlos por última vez, lejos de
nuestra vista, cuando los hemos descartado. A la una de la madrugada
esta bolsa se perderá entre miles de otras como ella para recorrer la
misma distancia de un maratón y ser sepultada en un relleno sanitario.
Los ambientalistas aseguran que no deberíamos emplear más plástico. En
España han creado una ley para que en 2018 nadie use esas bolsas. En
Bronwsville, uno de los municipios más pobres de Texas, ya están
prohibidas y quienes se empeñen en usarlas deben pagar un dólar por cada
una para contribuir con el presupuesto de limpieza de la ciudad. Los
canadienses Harry Wasylyk, Larry Hansen y Frank Plomp crearon en 1950 la
bolsa para basura. En la Edad de Piedra, todo era aprovechable y
biodegradable. El reciclaje era un asunto cotidiano. En el siglo XXI
creemos que no nos hace tanta falta. Todo es más barato y descartable.
Una bolsa de basura es un instrumento para olvidar. La que está aquí
esta noche tardará doscientos años en degradarse.
UNA ESQUINA
Un hombre cojea a causa de las placas de platino que
lleva en la pierna derecha. Un carro lo atropelló hace diez años cuando
iba en su triciclo recogiendo chatarra. Dice que si pudiera caminar sin
ellas las vendería. Son las diez y media de la noche de un jueves y de
las setenta mil personas que pasan al día por el Jirón de la Unión sólo
quedan unas cuantas con el andar de quienes tienen ganas de volver a
casa. Media docena de paquetes negros esperaban ser manoseados antes de
que pase el camión. Sin que nadie les preste atención, dos hombres y
Trinidad Huamán abren la basura envuelta y eligen lo que puede venderse.
Después la vuelven a cerrar, como si nada hubiera pasado. Si estuvieran
en el distrito de Surco, dejarían las bolsas volteadas de cabeza, para
que sus colegas supieran que allí no hay nada más que rescatar. Una luz
amarilla revela las huellas de los borrachos que manchan las paredes y
chorrean hasta el pavimento. Hacía dos semanas que se había iniciado la
primavera, pero corría un viento helado. Como otros recicladores, Huamán
se preocupa por la limpieza para que la municipalidad la deje trabajar.
Barre el piso pendiente de que no la confundan con drogadictos que
destruyen los bultos cuando buscan algo que puedan comer o vender para
comprarse un poco de pegamento. Mientras hace su trabajo, un joven pasa
de largo con la nariz dentro de una bolsa más pequeña cuyo contenido le
ha puesto los ojos rojos y el andar zigzagueante.
Se necesita un kilo de botellas de vidrio para comprar los ocho panes
del desayuno de una familia. Esta noche hay una jornada pesada para
quienes se adelantan al paso del camión: todas las esquinas del Jirón de
la Unión están repletas de bultos que parecen de hace varios días, pero
sólo tienen unas horas a la intemperie. Apilados junto a postes de luz
son pasajeros que aguardan el próximo camión que llegará en tres horas.
Antes de ser un paradero para la basura en tránsito, las esquinas eran
un espacio urbano para conquistar. En el Perú «tener esquina» era una
expresión que hablaba de cierta pericia con los puños o de transacciones
ilícitas. Las esquinas nunca fueron lugares limpios. Quizás esa sea la
razón por la que son el lugar más común para tirar la basura antes de
dormir. Son los territorios de los caminantes nocturnos que parecen
invulnerables al espanto del contenido de nuestros desperdicios. Les
decimos recicladores. Como separan los desechos orgánicos de los
inorgánicos y reusables, la industria del reciclaje los llama
segregadores. Una nueva ley intenta mejorar su calidad de vida, pero el
debate por su denominación ha beneficiado a la industria y no a ellos.
El que recicla debería transformar, y ellos sólo recogen, separan,
seleccionan, explica el gerente de una de las dos empresas que
administran rellenos sanitarios en Lima. Para Albina Ruiz, una peruana
experta en desechos con fama internacional, el ciclo del reciclaje no
existiría sin ellos. En algunos distritos como Ate y Surco, los
recicladores juegan a las escondidas con la seguridad municipal y los
camiones de basura. Un reciclador sólo necesita palpar por fuera para
saber lo que hay dentro de los paquetes. Unos minutos antes de las once
llega el camión de basura número 5034. Se estaciona en la esquina y
espera a que los recicladores terminen de llevarse los cuarenta kilos de
papel, cartón y plástico que encontraron y por los que no recibirán más
de diez dólares. Su trabajo es necesario en una sociedad que sigue
cocinando en casa y que produce por persona ochocientos gramos de
residuos diarios en promedio, menos de la mitad de lo que se produce en
Estados Unidos. Sin máquinas que separen los residuos orgánicos y los
inorgánicos en cada esquina, los recicladores lo hacen en silencio, sin
molestar a nadie.Si deseas leer el artículo completo, adquiere Etiqueta Verde 02
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