La polémica sobre la ley de comunicación ha permitido que el debate
sobre algunos supuestos deontológicos en los que se sustenta la
práctica del periodismo y la comunicación masiva en el Ecuador, salga
de las aulas universitarias y se ubique en la arena política.
Pero,
sobre todo, ha puesto en evidencia que lo que está en el fondo es una
disputa por el poder, entre los grandes grupos económicos propietarios
de medios, el gobierno, y la tendencia de cambio que pugna por una
democratización de este derecho.
Actualmente se tramitan tres proyectos al interior de la Comisión
especial que se formó para tramitar la ley: el proyecto presentado por
César Montúfar, el que presentó Rolando Panchana y el del Foro de la
Comunicación, auspiciado por el bloque de Pachakutik.
Solo este último
contiene una disposición expresa en torno a la distribución de
frecuencias, que es quizá la clave detrás de todo este proceso; en el
artículo 87 se sostiene: “La asignación de frecuencias del espectro
radioeléctrico se distribuirá de la siguiente manera: el 33,3% para
estaciones de radio y televisión públicas, el 33,3% para estaciones de
radio y televisión privadas, y el 33,3% para estaciones de radio y
televisión comunitarias”.
Y dispone un mecanismo progresivo para lograrlo; primero se asignarían
las frecuencias todavía disponibles, luego las que fueran revertidas al
Estado por haberse comprobado su obtención ilegal, luego por la no
renovación de aquellas concesiones que incumplan con los criterios con
los que fueron concedidas, y finalmente por la devolución voluntaria de
frecuencias.
Como podemos ver, esta disposición es un avance respecto a lo que ha
significado hasta ahora la concesión de frecuencias en el Ecuador, sin
embargo, la normativa podría ser más profunda y justa.
Al establecer
proporciones iguales para los tres tipos de medios que la Constitución
determina (públicos, privados y comunitarios), en los hechos se
reproduciría una inequidad típica de la vieja democracia: los pueblos,
las masas de trabajadores, campesinos, indígenas, maestros,
estudiantes, comerciantes minoristas, etc.
, que tendrían la posibilidad
de crear medios comunitarios, y que son la mayoría frente al puñado de
monopolios del sector privado, seguirían siendo tratados como si fueran
una minoría, o por lo menos como si representaran lo mismo que las
cinco o diez familias que históricamente han dominado el país.
Tampoco
es posible asumir que los medios públicos correspondan del todo a la
necesidad de democratizar la comunicación, al menos no de acuerdo a
cómo el proyecto que analizamos define a este tipo de medios.
Según el artículo 29, la administración de los medios públicos estaría
a cargo de una Coordinadora de Medios Públicos, integrada por nueve
miembros, de los cuales tres son del Estado, dos de profesionales
vinculados a la comunicación, y apenas tres de otros sectores: uno de
organizaciones de niñas, niños y adolescentes, un representante de la
ciudadanía y uno por las nacionalidades y pueblos.
Las organizaciones
populares quedan una vez más, como históricamente ha ocurrido,
excluidas de la posibilidad de comunicar masivamente sus propuestas,
sus acciones, sus visiones.
Porque es obvio que cuando se habla de un
representante por “la ciudadanía”, la trampa de los concursos de
méritos y oposición, de carpetas llenas de títulos y saneadas de
antecedentes “político-corporativos” volvería a hacerse presente; y
cuando se habla de solo un representante de las nacionalidades y
pueblos, queda claro que se ubicaría a este sector, una vez más, como
una pieza decorativa, sin capacidad real de decidir, puesto que no
estaría junto a las organizaciones que, como hoy, han luchado siempre
por sus derechos y conquistas.
Desde el lado del gobierno todo está claro: entregar las frecuencias a
sus agnados y cognados, y mantener medios público-gobiernistas.
La nueva institucionalidad encubre la reproducción de la inequidad
Tal como ocurre en la definición de la administración de los medios
públicos, en los proyectos se propone un sistema institucional para la
rectoría y/o control de la comunicación, y ahí está otro de los
principales nudos críticos del debate político.
Para Montúfar lo que podría aceptarse es la creación de veedurías
ciudadanas, que “emitan criterios indicativos no vinculantes sobre la
calidad, forma y contenidos del proceso comunicacional”.
En ese sentido
crea un Consejo de Protección de los Derechos de la Comunicación, al
cual entrega funciones consultivas, sin calidad legal ni política de
iniciar acciones directas o sancionadoras contra los medios o los
periodistas.
Montúfar, en síntesis, cree que lo único que debe ser
sometido a control es lo que digan o hagan los medios públicos, y de
ninguna manera los medios privados.
Para la derecha, y los grandes
medios en especial, Montúfar es su voz en medio del debate, aunque para
ellos, “la mejor manera de garantizar la libertad de expresión es sin
ley”.
En la ley Panchana, que ha sido amplia y agriamente discutida en los
grandes medios, la instancia rectora de la comunicación es un Consejo
de Comunicación con dominio mayoritario del régimen, lo cual ha tratado
de ser desvirtuado sin mayor éxito.
La propuesta de Panchana entró a la
escena como una especie de bujía predestinada a fundirse, en vista de
que todos la critican y la rechazan, pero en última instancia, ha
permitido introducir como inevitable la presencia del gobierno en las
instancias controladoras y rectoras de la comunicación.
Esto lo decimos porque, en el proyecto del Foro también se crea una
institucionalidad que en el fondo deja el control último en el
Gobierno.
Este proyecto le da al Ministerio de Comunicación un
suprapoder, mientras que crea un Consejo de Comunicación simplemente
como una instancia consultiva cuyas decisiones y opiniones no son
vinculantes.
En el artículo 8 del mencionado proyecto se establecen las competencias
del Ministerio, y entre las más importantes están: “aprobar el Plan
Nacional de Comunicación, en concordancia con el Plan Nacional de
Desarrollo y el Plan Nacional de distribución de Frecuencias…”,
“Ejecutar la concesión de frecuencias para el funcionamiento de medios
de comunicación privados y comunitarios, con base en el informe que
presenta el Consejo Social de Comunicación”; “aprobar el Plan Nacional
de Distribución y Control de Frecuencias del espectro radioeléctrico…”;
y, “establecer los mecanismos para el acceso a la información por parte
de toda la población ecuatoriana, de conformidad con la constitución y
las leyes”.
Mientras que el Consejo Social de Comunicación tiene como
funciones simplemente: “participar en la elaboración de las políticas
públicas, del Plan Nacional de comunicación, y del Plan Nacional de
Distribución de Frecuencias”.
Aunque en su integración es un Consejo
mucho más democrático que los planteados por Panchana y por Montúfar,
es un organismo que tiene como finalidad, simplemente “velar y
contribuir al ejercicio pleno de la comunicación y de la libertad de
expresión”.
Es decir, será un Consejo que busque ser escuchado por el
Ministerio, es decir por el Presidente de la República, pero no tiene
la autoridad rectora sobre la comunicación.
Éstas, entre otras cosas, son las limitaciones y peligros de los
proyectos presentados y que, valga decir, no contaron (ni siquiera el
del Foro de la Comunicación) con una participación amplia de los
pueblos (no solo de ciertos círculos de comunicadores).
En todo caso,
la lucha por la democratización real de la comunicación seguirá
planteada.
Por: Franklin Falconí - Opción
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