lunes, 7 de diciembre de 2009

Ley de comunicación: las frecuencias

La polémica sobre la ley de comunicación ha permitido que el debate 
sobre algunos supuestos deontológicos en los que se sustenta la 
práctica del periodismo y la comunicación masiva en el Ecuador, salga 
de las aulas universitarias y se ubique en la arena política. 

Pero, 
sobre todo, ha puesto en evidencia que lo que está en el fondo es una 
disputa por el poder, entre los grandes grupos económicos propietarios 
de medios, el gobierno, y la tendencia de cambio que pugna por una 
democratización de este derecho. 

Actualmente se tramitan tres proyectos al interior de la Comisión 
especial que se formó para tramitar la ley: el proyecto presentado por 
César Montúfar, el que presentó Rolando Panchana y el del Foro de la 
Comunicación, auspiciado por el bloque de Pachakutik. 
 Solo este último 
contiene una disposición expresa en torno a la distribución de 
frecuencias, que es quizá la clave detrás de todo este proceso; en el 
artículo 87 se sostiene: “La asignación de frecuencias del espectro 
radioeléctrico se distribuirá de la siguiente manera: el 33,3% para 
estaciones de radio y televisión públicas, el 33,3% para estaciones de 
radio y televisión privadas, y el 33,3% para estaciones de radio y 
televisión comunitarias”. 

Y dispone un mecanismo progresivo para lograrlo; primero se asignarían 
las frecuencias todavía disponibles, luego las que fueran revertidas al 
Estado por haberse comprobado su obtención ilegal, luego por la no 
renovación de aquellas concesiones que incumplan con los criterios con 
los que fueron concedidas, y finalmente por la devolución voluntaria de 
frecuencias. 

Como podemos ver, esta disposición es un avance respecto a lo que ha 
significado hasta ahora la concesión de frecuencias en el Ecuador, sin 
embargo, la normativa podría ser más profunda y justa. 
 Al establecer 
proporciones iguales para los tres tipos de medios que la Constitución 
determina (públicos, privados y comunitarios), en los hechos se 
reproduciría una inequidad típica de la vieja democracia: los pueblos, 
las masas de trabajadores, campesinos, indígenas, maestros, 
estudiantes, comerciantes minoristas, etc. 
, que tendrían la posibilidad 
de crear medios comunitarios, y que son la mayoría frente al puñado de 
monopolios del sector privado, seguirían siendo tratados como si fueran 
una minoría, o por lo menos como si representaran lo mismo que las 
cinco o diez familias que históricamente han dominado el país. 
 Tampoco 
es posible asumir que los medios públicos correspondan del todo a la 
necesidad de democratizar la comunicación, al menos no de acuerdo a 
cómo el proyecto que analizamos define a este tipo de medios. 

Según el artículo 29, la administración de los medios públicos estaría 
a cargo de una Coordinadora de Medios Públicos, integrada por nueve 
miembros, de los cuales tres son del Estado, dos de profesionales 
vinculados a la comunicación, y apenas tres de otros sectores: uno de 
organizaciones de niñas, niños y adolescentes, un representante de la 
ciudadanía y uno por las nacionalidades y pueblos. 
 Las organizaciones 
populares quedan una vez más, como históricamente ha ocurrido, 
excluidas de la posibilidad de comunicar masivamente sus propuestas, 
sus acciones, sus visiones. 
 Porque es obvio que cuando se habla de un 
representante por “la ciudadanía”, la trampa de los concursos de 
méritos y oposición, de carpetas llenas de títulos y saneadas de 
antecedentes “político-corporativos” volvería a hacerse presente; y 
cuando se habla de solo un representante de las nacionalidades y 
pueblos, queda claro que se ubicaría a este sector, una vez más, como 
una pieza decorativa, sin capacidad real de decidir, puesto que no 
estaría junto a las organizaciones que, como hoy, han luchado siempre 
por sus derechos y conquistas. 

Desde el lado del gobierno todo está claro: entregar las frecuencias a 
sus agnados y cognados, y mantener medios público-gobiernistas. 

La nueva institucionalidad encubre la reproducción de la inequidad
Tal como ocurre en la definición de la administración de los medios 
públicos, en los proyectos se propone un sistema institucional para la 
rectoría y/o control de la comunicación, y ahí está otro de los 
principales nudos críticos del debate político. 

Para Montúfar lo que podría aceptarse es la creación de veedurías 
ciudadanas, que “emitan criterios indicativos no vinculantes sobre la 
calidad, forma y contenidos del proceso comunicacional”. 
 En ese sentido 
crea un Consejo de Protección de los Derechos de la Comunicación, al 
cual entrega funciones consultivas, sin calidad legal ni política de 
iniciar acciones directas o sancionadoras contra los medios o los 
periodistas. 
 Montúfar, en síntesis, cree que lo único que debe ser 
sometido a control es lo que digan o hagan los medios públicos, y de 
ninguna manera los medios privados. 
 Para la derecha, y los grandes 
medios en especial, Montúfar es su voz en medio del debate, aunque para 
ellos, “la mejor manera de garantizar la libertad de expresión es sin 
ley”. 

En la ley Panchana, que ha sido amplia y agriamente discutida en los 
grandes medios, la instancia rectora de la comunicación es un Consejo 
de Comunicación con dominio mayoritario del régimen, lo cual ha tratado 
de ser desvirtuado sin mayor éxito. 
 La propuesta de Panchana entró a la 
escena como una especie de bujía predestinada a fundirse, en vista de 
que todos la critican y la rechazan, pero en última instancia, ha 
permitido introducir como inevitable la presencia del gobierno en las 
instancias controladoras y rectoras de la comunicación. 

Esto lo decimos porque, en el proyecto del Foro también se crea una 
institucionalidad que en el fondo deja el control último en el 
Gobierno. 
 Este proyecto le da al Ministerio de Comunicación un 
suprapoder, mientras que crea un Consejo de Comunicación simplemente 
como una instancia consultiva cuyas decisiones y opiniones no son 
vinculantes. 

En el artículo 8 del mencionado proyecto se establecen las competencias 
del Ministerio, y entre las más importantes están: “aprobar el Plan 
Nacional de Comunicación, en concordancia con el Plan Nacional de 
Desarrollo y el Plan Nacional de distribución de Frecuencias…”, 
“Ejecutar la concesión de frecuencias para el funcionamiento de medios 
de comunicación privados y comunitarios, con base en el informe que 
presenta el Consejo Social de Comunicación”; “aprobar el Plan Nacional 
de Distribución y Control de Frecuencias del espectro radioeléctrico…”; 
y, “establecer los mecanismos para el acceso a la información por parte 
de toda la población ecuatoriana, de conformidad con la constitución y 
las leyes”. 
 Mientras que el Consejo Social de Comunicación tiene como 
funciones simplemente: “participar en la elaboración de las políticas 
públicas, del Plan Nacional de comunicación, y del Plan Nacional de 
Distribución de Frecuencias”. 
 Aunque en su integración es un Consejo 
mucho más democrático que los planteados por Panchana y por Montúfar, 
es un organismo que tiene como finalidad, simplemente “velar y 
contribuir al ejercicio pleno de la comunicación y de la libertad de 
expresión”. 
 Es decir, será un Consejo que busque ser escuchado por el 
Ministerio, es decir por el Presidente de la República, pero no tiene 
la autoridad rectora sobre la comunicación. 

Éstas, entre otras cosas, son las limitaciones y peligros de los 
proyectos presentados y que, valga decir, no contaron (ni siquiera el 
del Foro de la Comunicación) con una participación amplia de los 
pueblos (no solo de ciertos círculos de comunicadores). 
 En todo caso, 
la lucha por la democratización real de la comunicación seguirá 
planteada. 

Por: Franklin Falconí - Opción

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